¿Dónde buscar mi propia sombra?
Dicen que volví, alguien me vio por acá, pero yo bien sé que aun sigo allí.
Volvió mi cuerpo, jamás mi Alma…aun la espero, acá sentada.
No se puede volver integro cuando uno es habitado por la tierra.
Definitivamente no soy un bicho de ciudad, en alguna estrella colgué mi Alma y sin ojos camino por las calles, con este envase pesado y triste que elegí anidar.
Permanecer, es casi como no existir, ando así como por andar ¡Pa´ no perder la costumbre!
Me pesan los pies, me crujen los huesos, mis ojos están triste, mi espalda cansada.
Y mi Alma...ya no asoma. Allá mi cuerpo era otro, otras mis ganas, mis días.
Acá los días son fugaces y absurdos, parece que la semana fuera un suspiro.
O será que no le encuentro mucho sentido a nada. En la distancia y en conexión absoluta con la naturaleza, uno comprende cuales son las verdaderas necesidades del hombre. Abrir la heladera y comer, tener agua caliente y un colchón gordo y cómodo, esas simplezas absurdas que acá sobran, no se extrañan.
Allá los días son largos, productivos, frescos, uno "vive la vida" y acá…parece que la vida lo viviese a uno.
Asi estoy, desencantadísima de la ciudad. Del cemento denso, del plomizo de los edificios, del mal humor urbano, de la chantada porteña, del mal habito de ser infelices.
Me fui pocos días, pero fueron meses. Comprobamos en estos momentos de tanta lucidez, que el tiempo es relativo. ¿Tendré que esperar entonces, que sea el quien me acostumbre otra vez a ser un bicho de ciudad y acallar el llamado interno que no cesa?
No estaría siendo fiel entonces, a mi propio instinto, que me grita que no pertenezco acá, no fluyo, no soy. Me estanco en la esquina, me oxido en el aire.
Cuando me entregue al traqueteo del micro que me devolvería a la ciudad, comprendí. Una puntada en el pecho anunciaba la partida de aquel paraíso, de la tranquilidad, de las mañanas campestres, de las montañas y la cajita musical de animales nocturnos. No más piedras sobre las cuales dormir, no más espinas en los pies, no más desayunos caseros. Volver, al infierno de cemento, a los mandatos culturales, a la vida estructurada y obsoleta, volver. Y sobre todo ir en contra del llamado interno: he ahí la angustia consecuente que no para de latir.
Acostumbrarme a trocar el gallo por los bocinazos de general paz, el sol por la lamparita “ecológica”, el ventilador por el aire fresco de montaña, la ducha por el río y sobre todo vivir en el aire, sobre la cabeza de mis vecinos. No pisar la tierra, no sentir sus redes, no impregnarme de sus vibraciones, dormir en el aire literalmente, arriba, distante más cerca del cielo que de la tierra.
Dicen que uno nace en un determinado lugar por algo. Yo pienso que las raíces y las alas, las porta uno donde quiera que vaya y se mueva, siembre, expanda. Hay cosas que terminar antes de partir, de levar anclas, de respetar el llamado interno.
Después de todo he comprendido que el viaje no es hacia delante, ni hacia arriba, es hacia adentro y a toda velocidad, más aun cuando las peldaños se caen tan rápido.
…ya habrá tiempo para la cosecha, las montañas permanecerán inmoviles.
Habrá.
N.P.S
11/02/10
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