2 de julio de 2010

Buenas tardes ¿unayuda?

Cuando uno viaja en tren, hasta Retiro o cualquier destino, generalmente el paisaje, la gente “todo” puede volverse cotidiano y común. Así la inercia nos acostumbra a poner piloto automático, lamentablemente.
O no.
En mi caso, aun no me acostumbro y espero no hacerlo nunca. No es mi naturaleza, justamente, naturalizar lo injusto y lo que no debería ser de determinada manera y sin embargo, lo es. Cada vez que un niño me da una estampita, un repasador o una mirada triste, suspiro profundamente, casi resignada como si esa situación fuera un designio natural que no puede cambiarse, cuando todos sabemos que es una mera construcción social que puede transformarse desde esa misma base, lo social. No me acostumbro a los que andan con una pierna, o con dos pero sin sonrisas. No me acostumbro a los niños colgados de sus madres, descalzos y muertos de hambre, ni a lo barato de sus ofertas, ni a la desesperación de sus miradas en silencio. No puedo soportar volver a ver en el centro un hombre sacándoles pan a las palomas para comer.
Cada vez que saco el boleto del tren, en las maquinas, hay cinco niños pidiéndome el vuelto y a veces uno no sabe realmente que hacer. Si tengo comida encima nunca dudo en dárselas pero darles plata ¿Es realmente lo más adecuado? Ya conocemos el trasfondo de estas circunstancias.
Hace unos días, en el tren un señor contó su historia, compartió con todos los pasajeros su vida y sus más penosas sombras. Luego, paso de asiento en asiento diciendo automatizadamente y con ese característico tono “Buenas tardes ¿Una ayuda?”. Pocos lo miraban, tal vez por estar acostumbrados, o por indiferencia, quizás por vergüenza, o porque algo de ese sujeto los interpelaba; y la gente no tiene ganas de hacerse cargo de nada.
Yo me quede pensando lo difícil que debe ser subirse a un transporte público y contarles a los desconocidos tu situación, la de tus hijos enfermos sin comida, ni educación, decirle al mundo que tenes HIV, o que estas en un espacio de rehabilitación por adicciones. Por un segundo intente ponerme en la piel de esas personas, que tienen que salir a pedir monedas y quien sabe cuantas cosas más, desde su postura y desde todo lo que eso implica. Que complejo debe ser eludir el pudor y en muchos casos la vergüenza de mendigar, de pedirle al resto algo para comer, para comprar medicación a sus hijos, para poder sobrevivir; cuando se supone que es el Estado quien debería garantizar los derechos humanos básicos de cualquier ser humano. Y también nosotros somos responsables, como ciudadanos y como humanos, de no hacer valer esos derechos, de dejar que los vulneren los mismos que nos los dan. A mi me da vergüenza esa situación, no solo porque suelo sentir lo que puede pasarle a ese sujeto allí parado, sino vergüenza porque estas cosas sucedan, a plena luz del día y en la cara de todos. Si, sé que son muchisimas las personas que trabajan por vocación y militancia, lo sé. Pero hay algo más allá de ese trabajo, algo del engranaje social que aun necesita transformarse, más del lado de los supuestos, de los prejuicios, de la mirada distante y opresora.
Y ya sabemos la historia de la comodidad, de que a “nosotros no nos toca” entonces es más fácil mirar para el costado, porque ESO le pasa solo al otro, a mí no. ¿Y el otro acaso no es otro yo? ¿No es ese otro que me compone también? Somos seres sociales, la falsa segregación individualista, que muchos intentan cultivar, nos ha hecho creer que “nada tenemos que ver” con los “otros” que muchos prefieren ignorar. Sostener esa falsa creencia, es realmente una tragedia y el fin de la transformación y la lucha por una sociedad más justa. La verdadera naturaleza del universo es la unidad indivisible aunque no todos puedan sentirlo, atravesados por estructuras manipuladoras que nos alejan de aquella verdad interior que no nos permite acercarnos al otro y a nuestro propio interior.
No me acostumbro a ver en constitución personas caminando con las rodillas porque no tienen piernas, ni a ver cada miércoles a aquella señora mayor tomando agua con pan frente a la estación con un frío que congela la sangre. No me acostumbro a los niños hablando como adultos y trabajando descalzos, cuando deberían estar en la escuela aprendiendo o jugando, siendo lo que son: niños. No dejo de suspirar, no deja de dolerme, no deja de generarme un manojo de preguntas que no puedo responder siempre. No.

Recuerdo una anécdota que aun retumba entre las paredes de mi corazón. En una clase de apoyo escolar a niños de barrios populares, donde se estaban trabajando los antónimos, uno de los voluntarios propone antónimos para libertad. Las respuestas fueron, las más esperadas, represión, esclavitud y demás en la misma línea. Pero fue un pequeño niño, quien levanto la mano en silencio y acoto:
- ¿Pueden ser dos palabras?
- Claro – respondieron los voluntarios a cargo del taller.
- No comer – respondió el niño.

Estas cuestiones son más viejas que esperanza de pobre, me dijo una vez alguien, en tono jocoso. Yo abrí los ojos grandes…esperanza de pobre, fue como una alarma que nunca dejo de sonar.
¿Que verdad más cruda y cruel, que soledad más desolada?
El egoísmo y la indiferencia me hacen perder la fé en el ser humano.
Los pies descalzos y las miradas tristes de los niños que tienen vulnerado hasta el corazón me dan ganas de seguir luchando, resistiendo, con plena conciencia de que cada aporte es una gota en un océano pero que sin esa gota el océano no seria el mismo.

N.P.S
02/07/10

1 comentario:

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo.
Espero q mucha mas gente piense como vos.

saludos