Por fin había llegado el día tan esperado.
Un viernes al mediodía nos subimos con Nehuén al avión, llenos de
entusiasmo y planes.
Estaba plena, orgullosa de mis decisiones, de mi confianza, contenta
por haber podido juntar el valor y enfrentarme a mis propios miedos y fantasmas
con coraje y alegría; dispuesta a disfrutar junto a mi hijo de nuestras
primeras vacaciones. Ese era mi regalo para nosotros, conectarnos con la
naturaleza, dejar las preocupaciones atrás (o acá) y vivir la vida, al 100%.
Cuando el avión comenzó a carretear y las turbinas ensordecían el espacio, en esos minutos de tanta intensidad,
donde todo parece ir quedando atrás para por fin despegar del piso y levantar
vuelo, sentí muchas cosas fuertes. La sensación de adrenalina en el estómago,
el corazón repiqueteando y la cabeza que decía “chau ciudad, chau cemento, chau estrés y chau a todo lo que me hizo
mal. Vamos a empezar el año de otra forma, lejos y disfrutando” la sonrisa
se me salía de la cara. Me despedí, convencida de que unas vacaciones soñadas
nos esperaban del otro lado porque era lo que había soñado, planeado, imaginado
y por sobre todo, era lo que ambos merecíamos.
Voy a
omitir por ahora lo que paso en esos 8 días porque aún esta muy fresco y
despierta en mí, demasiada angustia que no logro elaborar ni entender aun.
Por fin había llegado el día que más ansíe y espere en toda mi vida, 29
años.
Viernes al mediodía, el sol enceguecía (ahora si había sol, esos chistes de Dios).
Cuando llegue al aeropuerto, en el caos de la gente y su egoísmo, casi
pierdo el vuelo.
Me desespere, no iba a tolerar más ese infierno. Logramos pasar y
sentarnos por fin, en ese monstruo que surca el cielo y que nos devolvería a
casa, sanos y salvos para reencontrarnos con lo nuestro, por fin.
El camino desde que cortan los pasajes hasta que pise el avión fue
eterno, no pude contener las lágrimas, la gente me observaba extrañada, Nehuén
a upa mío apenas entendía hacia donde nos dirigíamos, yo ya le había contado que
íbamos a casa, que los abuelos nos esperaban. Ese era el inicio del camino a
casa, no pude contener las lágrimas que eran de emoción, de angustia, de
desesperación, estaba todo muy mezclado pero por fin, ese día había llegado.
Todo fue muy rápido, el avión comenzó a carretear y sujete fuerte a mi
hijo contra mi pecho, respire hondo y me entregue a lo que sea; ya todo tipo de
esperanza y confianza estaba rota, oxidada, obsoleta. Ni siquiera la muerte me
daba miedo. Cuando las turbinas se encendieron supe que dentro de unas horas volvería
al calor del hogar, a ver la cara de mis padres, a acostarnos por fin en
nuestras camas y que por fin encontraríamos sostén y cuidado, eso que tanto nos
faltó; la desesperación de la soledad que cala hasta los huesos.
En ese instante que dejamos de tocar el suelo, con la cara empapada,
mis pensamientos se pisaban entre si “Chau
Bariloche, chau soledad, chau angustia, chau a todo lo que me hizo mal, chau
vacaciones de mierda” solo deseaba volver, con el caos porteño, con el estrés
de la vida en una ciudad como esta, a la rutina, pese a todo lo que implica
solo deseaba volver viva a mi vida para poder recuperarme-nos de todo lo
vivido. Después de unas horas, cuando el avión comenzó a descender, pude
identificar algunos lugares cerca y entonces…vi mi casa. Los edificios, el dot,
la torre de personal, pensé que era un sueño, pero era real. Estalle en llanto,
como una niña pequeña que ve a su madre después de años, como alguien que fue
desterrado y encuentra una foto de su barrio, de su tierra. Así llore, con todo
el alma, y no quise contener esas lágrimas porque eran de emoción. No me
importo que la gente me mirara, no me importo que nadie entendiera, yo si sabía
lo que estaba pasando por dentro. La ansiedad era inmensa, y ver mí casa desde
lo alto, me tranquilizo. Todo había terminado. Era el fin de esta guerra con la
que tuve que lidiar sola.
Las ruedas tocaron el piso, todos aplaudimos y por un instante algo se
detuvo en mi interior.
Dejo de brotar ese rio de soledad insoportable, esa angustia
irrespirable que me cerraba el pecho y me hacía perder la calma, la paciencia y
la poca disponibilidad que me quedaba “Vamos
Nehui, dale gordo, ya llegamos a casa” le decía emocionada.
Esos dos momentos fueron claves para mí, en este periodo, en esta vida
que me toca vivir y en todo lo que no elijo y me sucede casi sin respiro, ni
permiso.
Me fui de acá entregada y confiada a lo que resulto ser al final, la
peor semana de mi vida.
Una de las desilusiones más inmensas, como persona y como madre el
golpe fue demasiado.
Ahora es tiempo de recuperar la confianza en mí misma y en los demás.
Necesito entender algunas razones, el para que de tanto sufrimiento;
esto ya no es aprendizaje ni fortalecimiento, no entiendo las causas y el daño
fue tan profundo que aún permanezco sin fuerzas como perdida en un espacio que
habito aun sin querer hacerlo.
Ahí estoy, aguardando que el tiempo sane, que la vida fluya y que los
colores vuelvan a encenderse en el horizonte.
Entregada, esta vez desde otro lugar, a que la vida sea diferente.
A que mi vida sea diferente, y tenga un final feliz.
Que así sea.
N.P.S
25-01-2014
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