El poder de la muerte es sorprendente y misterioso.
Lo observo en la gente, lo estoy empezando a ver en mis
pacientes y lo he vivido en carne propia. Como la muerte marca huellas, que a
veces parecen imborrables y eternas, como la muerte misma. Tiene la capacidad
de generar en la biografía de cada ser humano, un antes y un después, la misma
cualidad que tienen los nacimientos; lo sabemos quienes somos madres y quienes
hemos además, mirado fijo a los ojos a la muerte cara a cara, sin respirar.
Circula una energía similar, como si fuera un portal que se
abre y se cierra.
Una vez cerré esa puerta, con profundo dolor y al tiempo, la
pude abrir con profunda felicidad. La vida me ofreció ambas posibilidades,
ambas muy fuertes.
Parece que la muerte se entretejiera entre la piel, los músculos
y se acomoda entre los huesos en rincones insólitos y recónditos, para no poder
ser encontrada y poder accionar desde ahí una catarata de efectos. Desde allí,
mueve las piezas, trae inseguridades, indecisión, angustia y sobre todo, mucho
miedo. Estoy notando cada vez más que la muerte de un ser querido, más aun
cuando es traumática, inesperada u ocurre en la infancia, produce consecuencias
insondables, tan sutiles y heterogéneas, que desenredar la madeja resulta un desafió
complejo y apasionante. En cada ser humano impacta de una forma diferente,
aunque hay factores en común, pero no se puede generalizar.
En occidente vivimos la muerte de una forma oscura, se
genera a su alrededor en general un halo de tristeza, hay mucho apego y
desconocimiento al respecto. Sin embargo para quienes somos más orientales en
nuestras filosofías, nuestra fé y conocimientos circula otra sensación. De
todas formas, el poder de la muerte impacta profundo y se impregna con una
magnitud que aun me cuestiono.
Me toca enfrentarme a ella en mi propia historia, me toca
desmenuzarla en mis pacientes que traen síntomas, que llegan con miedo, con
angustia y con una turbulencia mental a veces tan compleja, como humana. Me
toca entenderla, darle tantas vueltas como sea necesario, me toca a veces
llorarla, otras me genera mucha bronca e impotencia, la muerte va mutando y transformándose
continuamente en nuestro interior, en los recuerdos, en las imágenes.
El antes y después es inevitable, tanto el nacimiento como
la muerte tienen esa característica única; que son irreversibles, que no hay
retorno y lo más loco es que sean la cara de la misma moneda, porque cuando
nacemos comenzamos a morir y cuando morimos, comenzamos a nacer. Es el ciclo de
la vida, la reencarnación, lo cíclico que es tan humano y tan divino, esto que
somos, mucho más que carne y hueso.
Aun teniendo esa certeza, que nace de la experiencia
personal en mi caso, no podemos evitar que la muerte nos marque y nos genere contrastes
tan hondas. Permanecemos inconciente, de la mayoría de ellas, y mientras más
pasa el tiempo más se asientan y más síntomas generan…estoy convencida de que
esto es así, más allá de los duelos cristalizados o patológicos me pregunto
¿Qué es el “duelo normal”? ¿Cuándo
dura un duelo? ¿Quién puede estipularlo y en base a que parámetro? Los libros
que analizan esta temática son muy errantes y simplificadores en su mensaje
cuando cada ser humano es único, no hay un tiempo determinado biológica ni emocionalmente,
generalizar vuelve a la gente número, nos masifica, haciéndonos perder la
individualidad y ajustándonos a una norma estadística que no es real, ni justa.
Algo tan complejo como es la vida y la muerte, no puede simplificarse a días,
meses ni parámetros cualitativos.
Solo puedo decir a través de mi experiencia que los duelos
tienen diferentes etapas, que varían a través del tiempo y del desarrollo
interior de cada persona y que además puede haber retrocesos emocionales, que
son naturales. El proceso en si que depende de varios factores, se entreteje
una trama compleja. Puede ser que los duelos se cierren en algún momento o que
cesen ciertas emociones, sin embargo cuando la persona que se ha ido es muy
amada y cercana, uno aprende a convivir con ello, uno debe aprender a caminar
junto a eso, lo incorpora a su identidad, lo integra y se acostumbra de alguna
manera; por eso el termino de “cerrar un duelo” me hace ruido, no me termina de
convencer en determinados casos.
Y digo esto porque siento que nunca se olvida, porque la
vida no vuelve a ser la misma de antes, por eso el antes y después es tan claro
en muchos casos. Uno puede superarlo, aceptarlo, elaborarlo y trabajar el duelo
desde un proceso de sanación interna y personal, para que no genere más
síntomas, para que la angustia no sobrepase nuestro sistema psíquico
produciendo un desborde y consecuencias varias, elaborarlo para que nos sea “funcional” dirían algunos.
Si, pero no se olvida, se integra y creo que ahí esta la
clave, en poder integrarlo y darle un lugar incluso a la muerte y poder con el
tiempo recordar a esa persona amada con una sonrisa, con mucho amor y
agradecimiento. Negar o rechazar la muerte es lo que tal vez genera más
síntomas, hay gente que no puede hablar del tema, o no se permite llorar y creo
que en ese punto es donde comienza a volverse complejo y a enquistarse en las
emociones y ramificarse en nuestra vida psíquica y emocional.
Pero una vez que logramos integrar la muerte a nuestra vida,
y poder trabajar nuestra propia muerte inclusive, entonces recién podremos
volver a mirar a la muerte a los ojos y no sentir más, el escalofrío que nos
provoca. Amigarnos con ella y entender que es parte del ciclo natural de la
vida, que todos nacemos y morimos y que simplemente, algunos lo hacen antes,
por razones que en general, desconocemos y es ese desconocimiento lo que nos
provoca miedo y angustia.
N.P.S
02-11-2013
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